Hasta hace algunos días era una de las pocas colombianas que no había leído Cien años de soledad. Extrañamente, nunca tuve que leerlo ni en el colegio ni en la universidad y cuando traté de hacerlo por mi cuenta hace algunos años, tuve que dejarlo a medias para hacer otras cosas.
Leer este clásico de la literatura colombiana y la obra más importante del único premio nobel de literatura colombiano era una deuda que tenía con mi yo lector y la semana pasada finalmente pude saldarla.
Me gustó, pero no tuve ninguna sensación maravillosa. Supongo que es normal y que esa sensación que esperaba era solamente producto de toda la expectativa que me habían generado alrededor de esta obra, pero odio eso. Quizá si no hablaran tanto de ella y de lo maravillosa que es, mi sensación final habría sido diferente.
La obra es bastante curiosa. Gira alrededor de la familia Buendía y de los encuentros y desencuentros que viven durante 100 años en un pueblo imaginario llamado Macondo, que aunque no existe se parece mucho a cualquier pueblo de un país como el nuestro.
Lo curioso es que la familia está llena de personajes extraños y alrededor de cada uno de ellos se teje una historia singular, llena de magia pero al mismo tiempo de una lógica innegable dentro del contexto que es la propia obra.
Como es de esperarse, el contexto histórico también influye en los personajes y en sus destinos. En esta obra se pueden identificar referencias a la violencia entre liberales y conservadores, a la llegada de las grandes empresas bananeras, a la masacre suscitada por ellas, al aislamiento en el que se encontraban algunas poblaciones, en fin.
En cuanto a este último punto, el libro muestra de una manera graciosa para nuestro tiempo la forma en la que llegaban y se percibían los objetos novedosos. Hoy en día son objetos cotidianos, pero en algún momento el hielo, la pianola, el gramófono, el cine, el teléfono o el ferrocarril eran tan avanzados que parecían producto de la magia. Y si se suma a esto que los habitantes del pueblo estaban llenos de creencias y agüeros, el resultado son muchas situaciones fuera de lo común, pero que siguen pareciendo completamente normales en el contexto de la narración.
El tema recurrente de la obra es la soledad, pero no es un único tipo de soledad ni es una soledad convencional. Cada personaje vive la soledad a su manera y la única que ve la relación entre las historias de todos sus descendientes es Úrsula, la matriarca de la familia, quien cree que los destinos se repiten y la historia de su familia es circular. Y acá va un comentario personal respecto a Úrsula: antes de leer Cien años de soledad, creía que el argumento giraba alrededor de ella. A medida que leía el libro me daba cuenta que no era así, pero no por eso dejó de sorprenderme su ausencia al final del libro.
Otras cosas curiosas sobre este libro:
- Las referencias personajes imaginarios de libros de otros autores. Identifiqué a Artemio Cruz y a Rocamadour, pero leyendo en internet encontré que hay una tercera a Victor Hugues, personaje de Alejo Carpentier aún desconocido para mí.
- El hecho de que el coronel Aureliano Buendía hubiera ido al médico y se hubiera hecho marcar con yodo el lugar en el que queda el corazón me recordó a la leyenda urbana de la muerte de José Asunción Silva.
- Las referencias a las pensiones de guerra y a la muerte en vida que es tramitarlas, tema que sería fundamental en El coronel no tiene quien le escriba, libro que publicó 3 años después.
- Hay palabras que se mencionan en el libro, que he escuchado en la vida real y que no aparecen en el diccionario. Su origen obviamente es la cultura popular, pero el hecho de que aparezcan en el libro demuestra que no son tan recientes como yo pensaba (Cien años de soledad fue publicado en 1967 y la palabra que más llamó mi atención fue machucante).
- La palabra Úrsula no tiene tilde en ninguna parte del libro. Acá en Colombia (y no sé si en otros países) existe el mito urbano de que a las letras mayúsculas no se les pone tilde, pero es un tema que viene de la época en la que se usaban las máquinas de escribir, no se podía ponerle tilde a las mayúsculas y por lo tanto se permitía ignorar las leyes ortográficas en casos particulares. Hoy en día esto no pasa, así que me imagino que en las ediciones modernas la tilde está bien presente.
- Algo personal: decidí no comprar una nueva edición del libro y leer la que tenía mi papá en su biblioteca. Es una edición de 1970 del Círculo de lectores y ya se le están desprendiendo las páginas. Leer un clásico de nuestra literatura en unas páginas que han pasado por las manos de mi abuela, mis papás y mis tíos me produce cierta emoción. Algunos dejaron huella en el libro.
Que en cualquier lugar que estuvieran recordarían siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera.